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miércoles, 3 de junio de 2009

SIXTO ARTURO CASABONA MARTINEZ "SIXTO"



FECHA DE NACIMIENTO: 8 de Enero de 1962.
LUGAR DE NACIMIENTO: Valencia.
NOMBRE COMPLETO: Sixto Arturo Casabona Martínez.
DEMARCACION: Delantero Centro.
EQUIPOS: CD Mestalla, Elche CF, Palamós.
INTERNACIONALIDADES: Ninguna.

BIOGRAFIA.
Es difícil determinar el punto de inflexión por el que la carrera de Sixto Casabona, con todos los requisitos para ser brillante, se quedó en simplemente estimable. Su marca de un gol cada dos partidos y medio es excelente para la época que vivió, de vacas extremadamente flacas, y sus contribuciones como extremo con cuerpo, velocidad, disparo y carga eléctrica, no pasaron más altibajos que los comunes a la especialidad.
Nada más llegar sorprendió ejecutando los penalties sin el menor miedo escénico y suyos fueron los primeros cinco goles de la Liga del 86, incluido un hat-trick al Celta. Luego se dio prioridad a Sánchez Torres, que traía licencia de importación, y el Valencia se fue al purgatorio. Allí Sixto mantuvo sus promedios goleadores con otros cinco puntas, tan alternados por parejas que todos acabaron con crisis de identidad. Estaba maduro para asumir responsabilidades en Primera, pero, antes del reestreno, fue expedido al Elche, donde hizo 21 goles y volvió a ascender. Luego pasó a un excelente Palamós apalancado en Segunda, y se ganó una llamada a la élite que nunca llegó. Tras su retirada regresó al Valencia CF como técnico de la escuela, donde impartió clases durante años.
Sixto Casabona Martínez falleció el 10 de Octubre de 2004 en Alicante, a los 42 años de edad, a causa de una larga enfermedad.

SUS NUMEROS EN EL VALENCIA CF.
Temporadas en el Valencia CF: 3 Temporadas. desde la 1984/1985 a la 1986/1987.
Minutos Jugados: 2101.
Partidos Jugados: 35.
Partidos Titular: 20.
Partidos Reserva: 15.
Goles Marcados: 9.
Tarjetas Amarillas: 3.
Tarjetas Rojas: 0.

SU ESTAPA EN EL ELCHE CF.
A Elche llega en la 87-88, temporada del último ascenso a Primera del club. El equipo, dirigido por Felipe Mesones, comenzó la Liga dubitativo y cosechando muchos empates pero, poco a poco, la sociedad formada por Claudio y Sixto, secundados por Bracun fue empezando a funcionar y a dar goles. El atacante valenciano anotó 21 goles en esa campaña y convirtió en habitual el cántico de ‘Sixtogol’ en las gradas del Martínez Valero.
La temporada siguiente militó con el Elche en Primera División. Una operación de pubis le impidió hacer la pretemporada y postergó su entrada en el equipo, una vez incorporado sólo pudo colaborar con 3 goles, el Elche descendió.
Con el descenso a Segunda llegaron los cambios, Luis Costa se hizo cargo del equipo y concedió la baja a jugadores como Sixto o Bracun, además Claudio se marchó al MallorcaEl Elche CF y su afición guardaron un respetuoso minuto de silencio tras su fallecimiento, la familia envío al club una carta de agradecimiento.

SU ETAPA EN EL PALAMÓS CF.
El punta valenciano, tras ser descartado, se desvinculó del club pese a tener un año más de contrato. Se marchó al Palamós, recién ascendido a Segunda División. Esa campaña los caminos de Sixto y del Elche se cruzaron, el valenciano hizo lo que mejor sabía, anotar un gol contra su ex-equipo. Siguió marcando goles con el Palamós, 13 en las dos campañas que militó en el club de la Costa Brava, pero nunca alcanzó los veintiuno que anotó con el Elche.
Tras su etapa en el Palamós desconozco donde fue a jugar, parece ser que finalizó su carrera en el Atlético Vallbonense, donde coincidió con otro ex del Elche, Luis Gil, quien por aquella época era juvenil.
Tras su retirada fue técnico de la Escuela de Fútbol del Valencia CF, también formó parte de la asociación de veteranos del club ché.
CARTA DE AGRADECIMIENTO DE LA FAMILIA AL ELCHE CF.
Sixto tiene ahora la paz que necesitaba, pero el espíritu nunca muere y su recuerdo en nuestro corazón tampoco. Desde que hace tres años se detecto su enfermedad , la prioridad de Sixto fueron sus hijos, Sixto y Sergio y pensar en recuperarse para poder seguir viviendo su pasión por el fútbol.
En Elche Sixto paso unos años felices tanto en lo profesional como en lo personal, aquí nació su primer hijo y siempre llevo a gala que fuera ilicitano.
Siempre pendiente y satisfecho de los éxitos del club , también sintiendo los malos momentos. Desde arriba estará feliz viendo la reacción de sus compañeros, de sus amigos, de la prensa deportiva... como todos os volcasteis en su recuerdo y en arropar a su familia , para mi madre y para sus hijos me consta que ha sido una dulce satisfacción en un triste momento.
Estos días nos habéis ayudado recordando su amistad , su personalidad, su pasión por el fútbol, en casa le llamábamos “enciclopedia del balón”, recordando también sus mejores momento deportivos ....
Sixto tiene ahora la paz que necesitaba, pero el espíritu nunca muere y su recuerdo en nuestro corazón tampoco. Por parte de la familia Casabona, al Elche CF. , peñas, prensa deportiva, a la afición...a todos.
SUS AMIGOS de Elche de todo corazón GRACIAS.
Isabel Casabona Martínez y familia.
Alicante 21 de octubre de 2004.
CARTA DE UN AMIGO A SIXTO.
CON UN POCO DE SUERTE.
El 22.10.2004 falleció a los 42 años de edad y víctima de un cáncer de pulmón el exfutbolista del Valencia CF, Sixto Casabona.
Para la inmensa mayoría, Sixto fue, es y será un desconocido. Para los gourmets del fútbol, Sixto ha sido uno de los futbolistas con más duende que hemos conocido. Breve y efímero. Jugó con el Valencia en Segunda y algunos partidos en Primera. Luego se fué al Elche y colaboró en el último ascenso de los ilicitanos a Primera formando delantera con Claudio Barragán.
El día que conocí al Viejo Casale, al gran Rafa71, la triste historia de Sixto Casabona puso un punto de emotividad a nuestra conversación. Esto puede que sea inexplicable para quienes no sean aficionados al fútbol pero es así.
Hoy me tomo la licencia de colgar el extraordinario relato de un escritor valenciano, Carlos Marzal.
Crónica de una amistad.
Por todos los Sixtos. Por todos los amigos que faltan.
Con un poco de suerte.
In memoriam Sixto Casabona.
Con un poco de suerte aquel verano –el último verano verdadero de la violenta y desconcertada juventud- habría podido ser el mejor de nuestras vidas.
Ninguno de nosotros sabía por entonces que nos estábamos despidiendo de algo. Ninguno hubiese dicho que estábamos diciendo adiós a una parte de nosotros mismos que ya no volvería, pero el caso es que así fue. Algo se marchó para siempre: sin previo aviso, sin levantar la mano para saludar desde la borda del barco que se aleja, sin una nota con su breve explicación que nada explica.
Las despedidas –eso lo aprendí más tarde- no consisten por regla general en un acto concreto, no son un hecho al que podamos atribuir su lugar, su fecha y sus protagonistas. Son un proceso, un transcurso. Uno está despidiéndose de las cosas, de las personas, de casi todo, durante casi siempre. Hasta que descubre que ya no están. La prueba de que sucede de ese modo es que cada cual tiene la certeza de que los veranos ya no son iguales a los de antes: la luna de las noches es menos anaranjada, y el jazmín aturde menos, y la piel no se electriza con la misma fuerza, y el amanecer nos sorprende a todos más cansados. No podemos decir cuándo perdimos el verano, pero lo cierto es que lo hemos perdido. No sabemos decir cuándo el verano se perdió de nosotros, pero la verdad es que no hemos vuelto a tener aquella sensación de ser invulnerables. Algo así creo que nos pasó a todos durante aquel verano de nuestra juventud.
Con un poco de suerte podríamos haber ganado, por ejemplo, el campeonato de fútbol de Portacoeli. No me estoy tomando una licencia narrativa si digo que éramos un gran equipo de juveniles. Un equipo de veraneantes formado con los viejos amigos de la urbanización, y con los amigos de los amigos, y con los conocidos de los conocidos. Todos jugábamos al fútbol durante el invierno en buenos equipos de la primera división juvenil. Quique Bru y Nacho Pérez lo hacían en el Mestalla. Rafa Guillot, José Enrique Checa, Vicente Alegre, yo mismo, en el Burjasot. Y nuestra estrella, Sixto, en el Valencia. El Valencia juvenil de Tendillo y Sixto Arturo Casabona Martínez, que era como lo llamábamos cada vez que nos daba por beber más de la cuenta, con aquel nombre suyo que podría haber servido para un generalato o para un galán de culebrón caribeño. Sixto Arturo Casabona Martínez. Durante el resto del año muchos de nosotros éramos rivales en la liga, incluso en el mismo grupo del campeonato provincial, pero cuando llegaba julio formábamos nuestro equipo de verano, para participar en los torneos de El Plantío, La Eliana y Portacoeli.
Hubo un momento en los inviernos en que nos reuníamos casi todos en la urbanización los fines de semana, y el domingo cada cual se iba a su partido. Yo dormí muchos sábados en casa de Sixto, y Sixto en la mía. Al día siguiente cogíamos su Vespa de color butano y nos íbamos a Valencia. El me dejaba de paso en Los Silos, el campo del Burjas, que era como llamábamos al Burjasot los entendidos, los que estábamos en el secreto, y él seguía hacia la ciudad.
Con un poco de suerte, Sixto hubiese podido ser no sólo el jugador profesional que fue, sino en concreto el que todos los que lo conocimos sabíamos que era. Después de aquel verano lo ascendieron al Mestalla de Tercera División, y al poco al primer equipo del Valencia. Había tenido madera de estrella desde que pudo calzarse unas botas de fútbol. Era inteligente, astuto, rápido, como muchos, pero poseía una cualidad de la que no disfrutaba casi nadie: el don. El don -ya lo sabes, quienquiera que seas- es lo que distingue a los sudorosos y esforzados trabajadores, de los ingrávidos artistas. Lo que diferencia a la marinería, del almirantazgo. A los que se postulan para la elección, de los auténticos elegidos. El don. Sixto lo tenía. Y no se puede decir más.
Sixto tenía el don: lo derrochaba. A lo largo del tiempo me he encontrado con muchos otros individuos que también poseían su don. El don de la escritura. El don de la palabra para el engatusamiento de los demás. El don de la belleza. El don de hacer dinero. Distintas personas y distintos dones. Quien tiene el don suele saberlo, y si la suerte lo acompaña puede llegar a convertirse en un virtuoso. Creo que Sixto no llegó a ese extremo, pero en mi memoria está fijado como si lo hubiese sido, porque yo lo vi la tarde de San José en que le marcó aquel gol al Barcelona en el campeonato nacional de liga.
Recibió el balón en la banda izquierda, lo bajó al suelo con el pecho, inició la carrera, regateó a dos contrarios a medida que se desplazaba hacia la derecha, camino de la portería, y antes de llegar al borde del área enganchó un chut seco, con trayectoria a media altura, que entró pegado a la cepa del poste contrario. Zubizarreta, durante las pesadillas que asaltan a los porteros después de su jubilación, y en donde vuelven a recibir uno por uno todos los goles que les marcaron desde el día de su debut, aún anda buscando ese balón de Sixto. Así era como solía marcar los goles en nuestro equipo de circunstancias, y así era como deberíamos haber vencido en el campeonato de Portacoeli aquel verano.Habíamos ganado ya el de El Plantío y el de La Eliana y estábamos convencidos de que nos llevaríamos el tercero. En realidad nos habíamos paseado triunfalmente bajo los tilos. Más que a una guerra habíamos asistido a unas cuantas ceremonias de rendición incondicional en las que nos lucíamos haciendo alardes.
Puede que exista el jugador a quien no le guste deshacer a su contrario, pero a mí me encantaba. Éramos jóvenes, y la juventud es eso: prepotencia, jactancia, y la sensación de ser inconquistables. A mí me encantaba golear a los equipos contrarios. Era como si les estuviésemos diciendo en el único idioma posible: Esto es lo que os pasa por atreveros con nosotros. Era como si estuviésemos advirtiendo a los rivales futuros: Esto es lo que os va a pasar cuando la mala suerte os depare que os enfrentéis con nosotros. Por aquel entonces se lo había escuchado a Joe Frazier: lo que un boxeador quiere es el corazón de su enemigo. Y yo me sentía así: un joven boxeador elástico que les arrancaba el corazón a los once rivales del equipo contrario.
Me imagino que algunos jugaban por el mero placer de jugar, y que otros lo harían para satisfacer la orgullosa afición de sus padres. Alguno habría que no supiese exactamente por qué razón jugaba al fútbol: por la inercia de hacerlo, porque éramos una pandilla de amigos que practicaba durante los veranos la religión del deporte. Por lo que a mí respecta, yo jugaba por Marga. Jugaba por ganar, jugaba para comer el corazón de los rivales, jugaba porque me gustaba el placer de jugar, pero sobre todo jugaba por Marga. Sin esa razón todas las demás me traían sin cuidado. Marga estaba en la banda como una más de nuestras chicas, y yo jugaba por y para ella. Claro que amaba el rito de entrar en el vestuario y ver la camiseta, las medias y el pantalón doblados. Por supuesto que amaba vendarme los tobillos lentamente, después de haberme dado linimento Sloan, ponerme las espinilleras y atarme las medias por debajo de la rodilla con un cordón. Amaba más que casi ninguna otra cosa el ruido que hacían los tacos metálicos de las botas en el túnel de los vestuarios, unos instantes antes de saltar al campo, mientras calentábamos y nos gritábamos consignas insensatas. Aquel ruido era como el de la lluvia armónica sobre un tejado construido con el material de ser felices. Amaba el olor a hierba recién segada y húmeda que te invadía los pulmones en cuanto pisabas el césped. Amaba el eco grave del balón al golpearlo. Amaba los tumultos tras el gol: aquellos amontonamientos jubilosos que nos estremecían. Sí, amaba todo aquello, pero sobre todo amaba a Marga.
Con un poco de suerte Marga me hubiera amado a mí también. Sin embargo estaba demasiado ocupada en otras cosas, demasiado distraída de todos nosotros como para amar a alguien en concreto. Marga tenía su don. Su don en grado sumo. El don de la belleza. La belleza cruel, diría yo, aunque eso lo diría ahora, muchos años más tarde. Era una criatura que se sabía bella, a la que le gustaba saberse así y que disfrutaba con el ejercicio de su poder.
Después de aquel verano he observado el uso de distintos poderes y creo que el más enigmático es el poder de la belleza. Se trata de un enigma porque es en todo azaroso, una aleatoria combinación de inextricable información genética. Se trata de un enigma, sobre todo, porque es un poder que puede someter a todos los restantes. La belleza hace que pierdan el seso los poderosos de este mundo. Supongo que la embriaguez que produce ese don a quien lo posee es el de saber que puedes arrancar el corazón de tu rival. Supongo que, en el fondo, es un don de naturaleza pugilística, como casi todos los dones, la manera de decirles a quienes se cruzan en tu camino: Aquí estoy yo, y voy a hacer contigo lo que quiera. Aquí estoy yo y sé que eres mi esclavo.
Marga podía haber hecho de mí lo que hubiese querido, igual que hacía de todos nosotros lo que le daba la gana. La conocíamos desde siempre. Era Marga, la vecina de allí al lado, la niña de otros veranos. Una de tantas niñas de la urbanización, una de las que montaba en bicicleta por las calles por donde nosotros íbamos en moto. Una de las chiquillas que formaban parte de la marabunta de chiquillas que seguían nuestros partidos, pero a quienes no mirábamos. O a quienes no mirábamos como solíamos mirar a nuestras chicas.
Hasta que llegó aquel verano de nuestra poca suerte y Marga había pasado a ser la criatura más hermosa que nunca habíamos visto en el mundo. Porque la urbanización, aunque supiésemos que no constituía el mundo entero, sí que representaba la mejor parte de él, el único mundo dentro del mundo que nos interesaba. Y en aquel mundo privado, diminuto y feliz ejercía Marga su poder fanático sobre todos los miembros del equipo. Sobre todo el equipo y sobre todos los miembros, diría hoy con un chiste de baja estofa del que entonces habría sido incapaz, porque el amor, por entonces, era cualquier cosa menos un chiste.
El amor era lo que me hacía salir de casa a las cuatro de la tarde, bajo el sol déspota, para rondar su chalet y aventurarme a encontrarla durmiendo la siesta en una hamaca, mecida por su propio viento. El amor era lo que me hacía tartamudear cada vez que procuraba dirigirme a ella con alguna estupidez adolescente, por el simple placer de estar hablándole. Era lo que me mantenía en vilo la imaginación durante el resto del tiempo en que no la veía, y que era casi todo el tiempo: un tiempo ingrato. Lo que me hacía jugar al fútbol. El amor era lo que me hacía saltar al campo con el mismo espíritu de los gladiadores: dispuesto a derramar la sangre propia y la de los demás. El amor era la única tarea seria en que me ocupaba. Leía libros. Soñaba en secreto con escribirlos algún día. Fantaseaba de una manera vaporosa con convertirme en una suerte de deportista escritor o de escritor deportista. Un escritor por el amor de Marga: su poeta, su cuentista, su historiador encandilado. Un deportista por el amor de Marga: su campeón, su goleador, su inconquistable. Hoy puede que suene a chiste, pero entonces le hubiera partido la cara al que se hubiese reído de mí. Sin embargo, lo que ahora me convierte en un chiste –como muy bien adivinas, quienquiera que seas, dondequiera que leas este relato- es hacer un chiste sobre el amor, sobre mi viejo amor salvaje.
Marga había nacido aquel verano, aunque hubiese nacido diez y seis años atrás. Se nos había revelado aquel verano. Había salido de su crisálida y se paseaba entre nosotros como un monarca en los jardines de su residencia estival. Aunque era la nueva adquisición de la pandilla, en realidad nos había adquirido a todos nosotros, nos había concedido graciosamente la condición de siervos.
Antes de su metamorfosis yo había asistido a algunas transformaciones femeninas de verano. Niñas del verano anterior que encontraba convertidas en adolescentes rotundas al año siguiente. La hermana de algún amigo, que pasaba de ser una pelmaza a ser una pelmaza a la que le mirábamos las tetas y el culo. La hija de algún amigo de mis padres, que se convertía por obra y gracia del cartomante del tiempo en una presencia con volumen propio, cuando hasta la fecha no había sido más que una oquedad con nombre conocido. Sin embargo la mutación de Marga pertenecía a un fenómeno distinto. En mi delirio de amor se trataba de un alumbramiento angelical. De un advenimiento mitológico. Marga se había convertido en una criatura perfecta, con su melena rubia, sus enormes ojos almendrados, su delicada nariz esculpida a cincel por las manos más sabias y su boca carnosa, que siempre parecía perfilada y pintada con el más rojo de los carmines, porque en realidad lo estaba. Una criatura más alta que el resto de nuestras amigas, con unas tetas minerales del tamaño de las de nuestras madres más tetudas, y con unas piernas infinitas e infinitamente morenas que se perdían por debajo de su cintura de reloj de arena. Marga solía pasearse por la calle con un tanga diminuto y zapatos de tacón.
Nosotros estábamos tirados a la sombra, en una esquina, ociosos como siempre, alerta como siempre, excitados como los perros en celo que éramos siempre. Las esquinas de la urbanización eran nuestro hogar. Aparcábamos las motos en la acera y nos tumbábamos como largatos a no hacer nada. Éramos artistas del dulce hacer nada. Teníamos nuestras esquinas de mañana, de tarde y de noche. Nuestra esquina para beber. Nuestra esquina para fumar, nuestra esquina furtiva para hacer partidos de pedos en lo oscuro, provistos de gaseosa, cerillas y pantalón vaquero, el único que no se quemaba al incendiar nuestras ventosidades de metano. Eso es la juventud, eso era: vagabundeo, ansiedad, falta de perspectivas, exceso de fuerzas. La veíamos cruzar la calle con su bendito contoneo mefistofélico, sin dirigirnos ni una miserable mirada, y diez minutos después ya estábamos en la piscina de alguien, haciendo largos para aplacar a nuestro pobre perro caliente, a nuestro pobre perro feliz de infelicidades, a nuestro pobre perro enamorado. Eso es la juventud. Eso era. Cuando Marga empezó a venir a los partidos se creó entre nosotros una suerte de clima del fin del mundo. Es el clima de los desesperados. De los desesperadamente felices. De los que se figuran que no habrá mañana y que deben resarcirse de inmediato. Después de aquel verano lo he percibido en muchos otros lugares. El clima de las nocheviejas, el clima de la última juerga de ciertos congresos, el clima moral de los enfermos graves que han escapado a su dolencia. Nos volvimos locos. Con Marga jugamos como nunca. Parecíamos un equipo de estrellas. Un equipo de estrellas en su puro significado astronómico: estrellas que se relamían en su propio brillo antes de apagarse sin esperanza. Perros locos de atar que se pensaban incandescentes astros luminosos.
Pero a decir verdad Marga no vino por ninguno de nosotros. Vino con Adolfo, el hermano de Santi, nuestro interior derecho. En aquellos tiempos Adolfo no sólo tenía una pésima leyenda en los anales de la urbanización, sino también un pormenorizado historial delictivo. Nosotros éramos unos burgueses críos ociosos durante los meses de vacaciones, pero Adolfo era un vago a jornada completa durante el completo año.
Mi padre nunca fue partidario ni de las arengas domésticas ni del fútbol, ya fuera profesional o amateur. Solía tomarme el pelo diciéndome que le hubiese desagradado profundamente que le hubiera gustado. Pero me dijo un día con la voz de los asuntos graves, con esa voz que no consistía en un consejo, sino en una orden inapelable del alto mando: No quiero verte con Adolfo. Y claro está, yo le dije: No tienes de qué preocuparte, papá, yo no voy con Adolfo. Pero la verdad es que sí que iba, porque Adolfo ejercía sobre todos nosotros un misterioso magnetismo planetario. En aquellos días Adolfo era un camello de cierto empaque, un intermediario de intermediarios, camino de convertirse en un considerable mayorista. Lo que se dice una mala compañía rodeado de malas compañías. A Adolfo y a sus colegas yo los frecuentaba cuando me daba un garbeo por casa de Santi durante mis eternas desocupaciones de zángano veraneante. Aquella casa significaba para los golfos y las calamidades lo que el santuario de Fátima para los tullidos, los desesperados y los enfermos: un lugar de peregrinación y acogida. Sus padres nunca estaban –vivían en Valencia, trabajando a destajo- y Adolfo había convertido el pequeño chalet familiar en un asilo para maleantes y en un economato de la droga. Recuerdo la vez aquella en que llamaron a la puerta una mañana y vi aparecer en el comedor de casa de Santi a dos colegas de Adolfo con la cara descompuesta, mitad de estupor, mitad de éxtasis. Acababan de atracar una farmacia. Dejaron las pistolas encima de la mesa y me imaginé que estaban aún calientes. Seguro que no las habían utilizado, pero yo las pude sentir calientes. Lo juro. Acero al rojo vivo. Después vaciaron el botín encima de la mesa, y cada cual se sirvió cuarenta y tantas gotas de un cóctel de cloruro mórfico y Haloperidol en un café, la dosis de mula de anestésicos que los médicos prescriben en casos de roturas severas, amputaciones y crisis de conciencia. Mano de santo para adormecer el diablo mundo dentro de quien sea. Eso fue al menos lo que nos dijo Adolfo, que hablaba con la erudición de un alquimista. Es decir, con la sabiduría de quien ha probado todas las recetas en carne propia.
Por casa de Santi y Adolfo vi pasar toda una fauna itinerante de la pequeña delincuencia. Vi planchas de hachís del tamaño de una buena maleta de viaje, antes de cortarlas para el menudeo. Vi a los colegas esnifando, bebiendo, haciendo chinos, pinchándose a cualquier hora del día y de la noche. Fátima no cerraba. Fátima no dormía. Pero Adolfo nunca nos dejó probar nada a Santi y a mí. Y eso que los colegas tenían un cierto sentido ecuménico de la droga: lo mejor era que todo el mundo estuviera colocado. Pero nosotros teníamos que jugar al fútbol, de modo que nada de drogas. Puede que Adolfo fuera un vicioso y un delincuente, pero tenía del fútbol y de nuestro equipo una opinión elevada. Los chicos tenían que ganar campeonatos. Los chicos tenían que sudar la camiseta. Así que nada de drogas para los chicos. Delante de Adolfo ni fumábamos ni bebíamos. Y si nos hubiese preguntado por las pajas, me parece que le habríamos dicho que éramos mancos. Adolfo se había adjudicado con respecto a nosotros la tarea de preservarnos física y moralmente. A su manera, pero preservarnos. Podíamos ver, oír, pensar, pero que no se nos ocurriese catar. Estoy seguro de que si nos hubiese sorprendido con un cigarrillo o un porro en las manos nos hubiese aplicado su terapéutica universal para los asuntos terrestres: una buena somanta de hostias.
Cierta noche Adolfo irrumpió en uno de nuestros bailes de pandilla cogido de la mano de Marga. Yo me quise morir, a medias de emoción y a medias de celos. Llamarlos bailes sea quizá demasiado pomposo. Tampoco eran guateques: eso pertenecía a la generación de nuestros hermanos mayores o incluso de nuestros tíos. Se trataba de reuniones de infelices en un chalet sin padres, con un tocadiscos portátil y unos cuantos singles de moda. Bailábamos agarrados toda la caterva italiana de cantantes enronquecidos. Adolfo nos trajo a Marga colocada hasta las cejas de quién sabía qué. La desencajonó entre nosotros como quien deja libre un virus: el virus mortal de la lujuria. El virus mortal del deseo. El virus mortal del amor. Aquella noche yo bailé con Marga por Richard Cocciante –como quien dice-, con el corazón empalmado y la polla dura como un diamante negro. Bailé mi canción predilecta: Margarita. Te juro –quienquiera que seas, allí donde me estés escuchando- que sentía el pulso en el centro de la bragueta, en el centro de mis sienes, en el centro de mi pecho, en el centro de mi centro. Te juro que fui todo yo un amasijo carnal de pulsaciones. Pulsaciones enamoradas de perro fervoroso.
Marga no bailaba. Quiero decir que no hacía lo que las demás. Marga te hacía sentir que tú eras la música, y el movimiento, y todas aquellas quejas de plañidera italiana que nos sacaban de quicio al decir que Margarita, cuando ama, lo hace una noche entera.
Y yo no me atrevía a mirar a Marga, no fuese a adivinarme el pensamiento. No fuera que me descubriese en mi elemental silogismo de amor. Marga igual a Margarita. Cocciante igual a mí. Ergo.
Marga vino a nuestras fiestas. Vino a nuestros partidos. Bailaba con nosotros y después Adolfo se la llevaba rumbo a sus negocios. Yo no quería ni pensar en qué le hacía; es decir, no paraba de imaginar que le estaría haciendo todo lo que yo no podía hacerle. Y el hecho de decirme que Adolfo no la amaba, sino que sólo amaba corromperla aumentaba mi angustia. Mi único consuelo de idiota, mi única revancha de inútil era saber que Marga se equivocaba al rechazar mi amor, ese amor que jugaba por ella al fútbol, que leía por ella la poesía de los poetas suicidas, que perdía por ella el apetito.
La noche anterior a la final del campeonato de Portacoeli Santi despertó a toda mi familia aporreando la puerta de nuestra casa. Habíamos llegado a la final como hasta entonces: haciendo una coreografía de ballet, humillando a nuestros rivales. Yo esperaba que la tarde siguiente obtendríamos la triple corona de nuestros míticos campeonatos de verano, aunque teníamos enfrente a un buen equipo.
Adolfo se había estrellado con el coche en una curva funesta a dos kilómetros de la urbanización. Nosotros llevábamos un catastro privado de desastres en aquella curva. El accidente de un primo de un amigo en una moto. El siniestro total de un vecino de un conocido. La muerte de un exnovio de una exnovia. Adolfo y compañía se marchaban de madrugada a seguir la farra en los chiringuitos del mar. Habían dado al parecer varias vueltas de campana, y los ocupantes del lado derecho habían muerto en el acto. Marga viajaba delante, junto a Adolfo, en el asiento del copiloto. Enterramos a Marga a la mañana siguiente en el cementerio Municipal de Valencia. Recuerdo entre brumas dos cosas por encima de todas. En primer lugar, hacía un día de intratable poniente que había achicharrado las flores de las tumbas y de los panteones. En segundo lugar, que no derramé una sola lágrima. Sólo tenía un hueco en el pecho. Como si estuviese ayunando sentimentalmente desde un mes atrás. Era algo parecido a una atroz hambre sin apetencia ninguna. Cuando los albañiles terminaron de cementar la boca de su nicho, el padre de Marga no pudo escribir sobre el engrudo fresco su nombre y las fechas que resumían su paso por el mundo. María Margarita Martínez Fusach. 1963-1979.
La final de Portacoeli no fue como el resto de los partidos. Todos estábamos tristes y exaltados. La desgracia nos había inoculado en la sangre la pócima perfecta para salir a un campo de fútbol a ganar un partido: unas gotas de profunda amargura y varias cucharadas de euforia sin razón. La euforia de los vivos. La euforia de los que han escapado a la desgracia. Lo formulaba con vergüenza en el rincón más apartado de mi pensamiento, pero lo formulaba: Marga se estaba pudriendo en su tumba y yo estaba allí, con las botas de tacos de metal, con el equipaje de mi equipo de verano, con mis amigos de toda la vida. Nosotros éramos los vivos, los elegidos hasta ese instante. Los inconquistables. Marga estaba muerta, y con ella se había muerto una parte de mí, pero la parte que quedaba viva resultaba infinitamente más grande. Adolfo estaba en el hospital, con las piernas rotas, sin bazo y con la cabeza abierta, pero nosotros estábamos allí, jugando a lo que más nos gustaba. Nuestra euforia era la alegría de los supervivientes. Eso es la juventud: egoísmo, desenfreno y muerte. Vida, sinrazón y humo. Eso era.
Para la ocasión de la final, nos encontramos camuflados bajo el nombre de Hendaya a unos conocidos de la primera división juvenil: el San José de Calasanz, un equipo excelente y conjuntado. Gente que jugaba junta durante todo el año. Y se acabó el ballet. Se acabaron las florituras. Se acabó el pasear bajo la sombra amable de los frondosos tilos. Nada de goleadas ni de risitas de conejo después de adornarnos. Hubo que ponerse a trabajar, a correr. Por vez primera jugamos a remolque: nos marcaron en la primera parte, y nos pasamos el resto del partido dando y recibiendo. Fue un buen partido. Un gran partido de juveniles. Lo mejor que se podía ver por aquellos años en toda la provincia de Valencia. A diez minutos del final Sixto hizo uno de su juegos malabares y se plantó delante del portero con la pelota controlada, lo dribló y cuando fue a chutar dos gorilas del Calasanz le hicieron penalti. El árbitro lo pitó.
Sixto ha muerto ya y desde el día de nuestra final han pasado más de veinticinco años. Un cáncer de pulmón se lo llevó por delante no hace mucho, después de haber estado a vueltas con la quimioterapia durante un tiempo. Yo no lo vi en la época de su enfermedad. Me dijeron los amigos comunes que estaba calvo por los citostáticos, pero que nunca lo vieron de rodillas. Al contrario, cada vez que se lo tropezaban por la urbanización les decía que pensaba salir adelante. Él siempre sabía lo que había que hacer. Él pedía el balón y se marchaba derecho hacia la portería. Como tienen que hacer las estrellas de cualquier firmamento.
Supe de su entierro por los periódicos, y más tarde hablé con los amigos que habían asistido al cementerio. Sé que uno de sus hijos es idéntico a como era Sixto por la época de nuestro equipo. Fueron a despedirlo los viejos camaradas del Valencia. Acudió Tendillo. Y Arias, el líbero que estaba hecho de bambú y había sido el capitán de aquel partido contra el Barcelona. Ya no recuerdo los años que llevábamos sin vernos Sixto y yo. Se casó, me casé, se separó, me separé.
Hará diez o doce años nos encontramos de parranda en la discoteca Jardines del Real. Cada vez que nos veíamos, como siempre sucede con los viejos amigos de la infancia, dábamos por sentado que acabábamos de despedirnos y reemprendíamos la conversación en un punto que no hacía falta recordar. De modo que entonamos nuestro como decíamos ayer y nos contamos entre copas la vida mutua que nos habíamos perdido.
La tarde de la final Sixto colocó el balón en el punto de penalti. No hacía falta ningún concilio de emergencia para decidir un lanzador. Los penaltis los tiraba Sixto. Las faltas al borde del área las tiraba Sixto. Los corners que no quería rematar los tiraba Sixto. Pero aquella tarde me acerqué a él y le dije que yo lo lanzaría. Se lo quería dedicar a Marga. No sé que autoridad vio en mí, no sé qué resolución rabiosa, pero el caso es que se apartó y me dejó el balón sobre la mancha blanca de la cal, un poco descentrado hacia la izquierda.
Durante nuestro último encuentro en la discoteca de Jardines hicimos un recuento acelerado de nuestros avatares. Él había peregrinado por equipos de segunda y tercera división tratando de alargar su carrera: el Elche, el Palamós. Yo me había hecho profesor de literatura, para enseñar a quienes no querían aquello que no había podido aprender por mi cuenta. A la tercera copa, nos juramos que el mejor equipo de nuestra vida había sido el de los torneos de veranos, y el mejor verano de nuestra vida el de aquella final de Portacoeli. Con los vapores del alcohol nos pusimos melancólicos. Me confesó que le había faltado un poco de suerte. El poco de suerte necesaria para buscar la suerte propia. En el fútbol, en su vida privada, en los negocios.
Cuando nos despedimos me repitió que habíamos sido un gran equipo. Nos abrazamos como si acabase de marcar un gol y no me dijo nada más. Estoy convencido de todo aquello. Así te lo digo, como quiera que te llames y en donde sea que escuches este réquiem sin música: fuimos un gran equipo y también nos faltó un poco de suerte.
Todo es cuestión de un poco de suerte. Un poco más de suerte. El poco más de suerte que Marga habría necesitado para no haber subido al coche de Adolfo. El poco más de suerte que Adolfo debería haber tenido para no salirse en su curva maldita. El poco más de suerte que a Sixto le habría hecho falta para vencer el cáncer de pulmón. El poco más de suerte que yo habría necesitado para no echar fuera el penalti y empatar el partido. Un palmo apenas: tres dedos junto al poste en mi disparo raso, seco y frío. El poco más de suerte que habría hecho que Marga me amase. Pero eso es la juventud, eso es la vida: la ocasión de desear un poco de suerte. Un poco más de suerte.

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